Este martes se cumplen 40 años de la muerte en Los Ángeles del director cinematográfico, que cultivó varios géneros con los que ganó prestigio en las décadas de 1940 y 1950 y que en 1960 fue proclamado mejor director con un Oscar por “Ben Hur”.
Este martes se cumplen 40 años de la muerte en Los Ángeles del director cinematográfico William Wyler, quien cultivó varios géneros con los que ganó prestigio en las décadas de 1940 y 1950 y que en 1960 fue proclamado mejor director con un Oscar por “Ben Hur”, cuya más famosa secuencia -la carrera de cuadrigas- fue dirigida por otro, un especialista llamado Yakima Kanutt.
Eso no le quita méritos, sin embargo, porque en esa película de cuatro horas de duración tuvo que lidiar con un elenco multitudinario, escenografías gigantescas levantadas en Italia, una batalla naval importante, y mucha gente que se convertía al cristianismo tras una serie de milagros, que de paso puso de moda las historias “de romanos”, aunque precedida por “El manto sagrado” (1953), que había inaugurado las pantallas anchas.
Con el correr de los años fue copiosa la influencia que Wyler ejerció entre sus colegas contemporáneos y posteriores, especialmente por su forma de narrar y la evidente honestidad de su enfoque; cualquiera que entrara a ver una de sus películas sabía con qué iba a encontrarse.
Dentro de la infernal maquinaria de Hollywood, donde cualquier productor podía hacer añicos la obra de cineastas notables -Erich von Stroheim, Josef von Sternberg y Orson Welles fueron víctimas de ese poder, y no los únicos- Wyler fue un director “seguro”, gran conductor de melodramas y generalmente redituable en boleterías.
Es imposible juzgar a ese artesano nacido en 1902 en Mulhouse, Francia, con los criterios actuales, porque el cine era otra cosa en su momento, obediente del “star-system” y con una narrativa clásica que solo rompieron italianos, franceses e ingleses -y aun estadounidenses- llegada la gran década de 1960.
Su cine era natural y orgullosamente comercial, porque así eran las cosas entonces, y por eso ganó su primer Oscar a la dirección con “Rosa de abolengo” (1942) y su segundo con “Lo mejor de nuestra vida” (1946), además de la citada “Ben Hur”, y aún en 1966 fue candidato a lo mismo con la retorcida “El coleccionista”.
Con una carrera comenzada a principios del cine sonoro, ya había estrenado varios títulos cuando hizo brillar a Sylvia Sidney, Joel McCrea y Humphrey Bogart en “Callejón sin salida” (1937); a Bette Davis y Henry Fonda en “Jezabel, la tempestuosa” (1938); y a Laurence Olivier, Merle Oberon y David Niven en el clásico “Cumbres borrascosas” (1939), que tuvo varias versiones pero ninguna mejor.
Wyler era hijo de un tendero suizo y en su juventud estudiaba violín en París, cuando en 1922 conoció al poderoso productor Carl Laemmle, primo lejano de su madre y fundador del sello Universal, quien lo invitó a cruzar el océano y establecerse en Hollywood para trabajar en el departamento de publicidad de esos estudios.
Como sucede en las películas optimistas, el joven fue ascendiendo, pasó por varios puestos dentro de la especialidad –incluso fue ayudante de Von Stroheim- y a los 23 años se encontró dirigiendo un western de dos bobinas titulado “The Crook Buster” (1925), que fue el primero de los 21 cortos del Oeste que tuvo a cargo hasta 1927.
Lo que más le interesaba a la industria en ese tiempo era la rapidez en la filmación y Wyler cumplía con ese presupuesto -eran películas de 20 minutos como máximo-, en el entendimiento de que más adelante, cuando obtuviera asuntos importantes, se tomaría todo el tiempo posible para elaborar sus trabajos.
En 1936 fue contratado por el poderoso Samuel Goldwyn, con el que debutó filmando “Infamia”, sobre una novela de Lillian Hellman que no podía señalar entonces en la pantalla, lo que insinuó al retomarla en 1961 bajo el título “La mentira infame”: que las protagonistas encarnadas por Audrey Hepburn y Shirley MacLaine eran dos maestras lesbianas.
Siempre se interesó por rodearse de los mejores: en “Infamia” comenzó su asociación con Gregg Toland, un fotógrafo revolucionario que inventó la profundidad de campo -notorio en “El ciudadano”, de Welles- y vivió solo 44 años, por el que Wyler se especializó en largas escenas cuyos personajes podían cumplir varias acciones en varios planos sin salir de foco.
También supo elegir actores y actrices: Gary Cooper en “El caballero del desierto” (1940) y “La gran tentación” (1956), Bette Davis en “La carta” (1940) y “La loba” (1941), Olivia de Havilland y Montgomery Clift en “La heredera” (1949), Gregory Peck y Audrey Hepburn en “La princesa que quería vivir” -con Oscar para Hepburn y el guionista Dalton Trumbo, que firmó con otro nombre-, y otra vez Bogart en “Horas desesperadas” (1955).
A la altura de “Horizontes de grandeza” (1958), con Peck, Jean Simmons, Carroll Baker y Charlton Heston, con disputas por la tierra en el Lejano Oeste más cabalgatas, romance y extensos paisajes -vista cuatro veces consecutivas por el entonces presidente Dwight D. Eisenhower en la Casa Blanca-, el director estaba en condiciones de comandar la fastuosa “Ben Hur” y transformarla en un éxito perdurable.
Luego de ese esfuerzo pudo realizar su versión realista de “La mentira infame” -aunque Hollywood no toleraba aún el lesbianismo-, reunir a Hepburn con Peter O’Toole y Charles Boyer en la comedia “Cómo robar un millón de dólares” (1966) y lanzar al estrellato a la cantante Barbra Streisand en “Funny Girl” (1968), quien debutó en la pantalla y ganó su primer Oscar al mismo tiempo.
En 1970 rodó su última película, “Fuego negro”, un sórdido drama racial protagonizado por Lee J Cobb, Anthony Zerbe y Barbara Hershey, en la que trató de transformar en estrella a la bailarina Lola Falana, una morena de físico memorable que hoy tiene 78 años pero que no logró disfrutar del mismo destino que Streisand.
Wyler falleció plácidamente en 1981, luego de un merecido retiro de once años.
Fuente: Telam