En principio: ¿cuál ha sido la actitud de los británicos antes, durante y después del conflicto, respecto de nosotros, sus enemigos? La guerra como fenómeno humano, nunca es un baño de rosas, el antes y el durante los vivimos todos a través de lo que nos entregaban los medios de comunicación masiva. En lo personal, creo que nuestro clímax fue el artero hundimiento del Belgrano, fuera de la zona de exclusión, mientras navegaba de regreso al continente, con nuestra mayor pérdida de vidas como resultante.

Hubo excesos británicos: a raíz de las publicaciones, recibí comentarios recordando que a un Teniente Primero lo hicieron correr y trotar por un campo minado, otros murieron obligados a acarrear explosivos en Darwin, o el abandono de los náufragos del Isla de los Estados por la fragata que lo hundiera.

Hay un sinfín más, pero la guerra es la guerra y por contrapartida, otros hechos, en pleno conflicto, evidencian que no estábamos batallando contra eslavos u orientales, sino contra guerreros de una cultura afín a la nuestra, capaces de saludar mano en alto, admirativamente, el valor del piloto que acababa de bombardearlos atravesando su cortina de fuego, o de retirarle el fusil a un herido indefenso que acababa de matar a dos de los suyos, diciéndole: “No more war for you” (no más guerra para usted), antes que se hicieran cargo de él los enfermeros, en vez de rematarlo.

En aquellos años, cuando hablé con los flamantes veteranos que narraban cada uno “su” guerra, me llamó la atención su manera de referirse a los ingleses. Prácticamente acababan de bajar de los barcos como cautivos y, sin embargo, hablaban de sus adversarios con una ecuanimidad, con matices de luces y sombras, que a mi me hicieron pensar que, descontada la crudeza de todo hecho de armas, había sido una guerra bastante limpia.

El después lo conocemos todos. Los ingleses siguen persiguiendo sin pausa, pero sin prisa, los objetivos de siempre. Lo suyo es la diplomacia y la continuidad de acciones en las que, diestramente, han ido convirtiendo a los kelpers en los portadores de la antorcha, con los que nos obligan a lidiar nos guste o no, porque los ponen a nuestro mismo nivel, lo que a nosotros si se quiere nos degrada y a ellos los instala en el cómodo papel de espectadores.

Quizá los kelpers debieran reconocer cuánto deben a nuestro país por haber llevado la guerra a las islas, porque antes del conflicto en el Atlántico Sur no existían, eran simples súbditos de segunda de una potencia colonial con un estatus muy inferior al de los ciudadanos de la metrópoli.

De la relación actual entre los antiguos oponentes, libros, encuentros en Europa o Argentina, notas periodísticas, todo esboza una suerte de comunidad de viejos guerreros que rememoran sus hazañas y restañan sus heridas percibiendo al otro hasta admirativamente, como los pilotos que agasajan en su escuadrón a un inglés, o el capitán de la fragata que hundió al Isla de los Estados diciéndole al comandante de nuestro submarino que lo emboscara, que fue una suerte que le fallara el torpedo y que su señora se lo agradecía, o el oficial británico preocupándose por dar sepultura e identificar a nuestros muertos desde el primer momento.

Testimonio escrito del desempeño de nuestros hombres de tierra, lo hallamos en obras como el “No Picnic” de un comandante inglés, narrando la dureza de los combates que tuvo que sostener contra los integrantes, jefes, oficiales, suboficiales y conscriptos de nuestro Regimiento 4 de Monte Caseros.

Y otra cuestión remarcable, es que detentando Gran Bretaña su poder de gran potencia, mientras durante el conflicto esmeriló a la dictadura en los foros internacionales por los derechos humanos, a posteriori, no ha trascendido que haya formulado denuncia alguna que involucre a nuestros veteranos, lo que parece indicarnos que, más allá de los episodios aislados e individuales de sujetos que perpetraron delitos comunes su conducta fue la que debía ser. Y en la Gran Malvina, del proceder de otros argentinos, los chaqueños y correntinos, del Regimiento 5, el mejor testimonio es el de los kelpers que fueron sus cautivos y convivieron con ellos en condiciones de extrema dureza.

Un testimonio que habla por sí mismo, de una convivencia forzada sí, pero no exenta de consideraciones y respeto mutuo. Sería interesante para completar la memoria histórica, contar con el testimonio de aquellos civiles británicos, que durante tantos días convivieron con nuestros soldados.

Con lo que sabemos de nuestro lado, puedo afirmar que el proceder del personal del Regimiento 5 en Howard, era reglado por su jefe, el coronel Juan Ramón Mabragaña, un verdadero líder, con las competencias que caracterizan al auténtico jefe, al que una distancia infranqueable separa del que simplemente ostenta los galones.

Está muerto y hace muchos años que yo dejé de prestar servicio, pero serví bajo sus órdenes, y lo recuerdo fuera de su precario alojamiento, cocinándose él mismo la ración sobre un calentadorcito cuando estábamos en Lago Blanco, en la frontera con Chile en 1979, o encontrándomelo a bocajarro en una recorrida estando de guardia, tomando mate en cuclillas a la madrugada con los imaginarias de un galpón de automotores. (Y también, por habérmelas ganado, recuerdo dos repulsas memorables en las que me hizo pegar las manos y alzar el mentón “poniéndome en claro”).
Ése era el mismo hombre al que sus antiguos conscriptos vitorearon gritando “¡Moncho, Moncho!” en 2015, en Villaguay, asiento actual del Regimiento, en un homenaje que resultó final, poco antes de su muerte.

Apenas llegados a la Gran Malvina, Mabragaña acordó de buena fe un conjunto de derechos y conductas con el Administrador Inglés de Puerto Howard, asesorado por el grupo de Asuntos Civiles, reconociéndole a los kelpers su condición de conciudadanos, el derecho a peticionar y a servirse de la Sanidad Militar, prohibiendo las confiscaciones y requisas, reservándoles el uso y consumo exclusivo de la leña disponible para pasar el invierno, y de todos los insumos del gran almacén local y ordenando el pago, sin excepciones, de todos los trabajos o servicios que ellos prestasen, pautándolo por el sistema de horas-hombre, a pagarse cuando la situación táctica lo permitiera.

Este acuerdo, formulado de palabra, se cumplió exactamente hasta el último día, inclusive el del cese de las hostilidades. Una vinculación en la cual voluntariamente los kelpers aportaron su excedente de leche para nuestros soldados enfermos, y “todo lo que solicitábamos era satisfecho por los kelpers, quienes siempre respondían en forma solícita. Tal es el caso del servicio de luz, que brindaban con un generador portátil. El encargado de la tarea, apenas escuchaba una falla salía a solucionarla. Incluso llevaban la turba para calefaccionar las posiciones en un tractor. Nunca hubo una queja sin resolver y todo se hizo en un ambiente armónico”. Sobre la trascendente cuestión de los derechos humanos, conviene asentar que no se produjo ningún reclamo posterior de los pobladores o de las autoridades que se hicieron cargo.

Por nuestra parte, hubo delitos e infracciones individuales, conductas que hoy en algunos casos motivan reclamos por las sanciones recibidas por el robo de propiedades o ganado de los pobladores. Por ejemplo, un cabo fue sorprendido hurtando un cordero y Mabragaña, previa consulta de los códigos, con las formalidades de estilo procedió a degradarlo. Un conscripto, en ausencia de los moradores, forzó la entrada de una casa y se apoderó de relojes y alhajas. Los propietarios supieron comprender y perdonar, y escapó con sólo una reprensión.

En lo interno, para prevenir la hidatidosis, hubo que alejar constantemente a los conscriptos del sitio donde los kelpers arrojaban las cabezas y triperío de los corderos faenados. También debió reprenderse severamente a un oficial médico que hacía problemas para renunciar a un frasco de dulce de leche en beneficio de los soldados.
Queda mucho por decir, y la apologética no es lo mío, pero me complace recordar a Mabragaña porque fue un auténtico líder. El resultado de su conducta en Malvinas resultó tan transparente, que sometido junto con los otros jefes a juicio ante la Comisión Rattenbach, sólo debió prestar una simple declaración.

Fuente: Diario Época

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