El féretro está torcido. La madera, rota. Dos floreros están encajados entre la tapa y el resto del cajón. Pudieron usarse para hacer palanca o para generar un espacio por donde pasar un brazo. En la parte de arriba, esa que en los velorios se despliega para que los asistentes puedan ver la cara del muerto, hay un agujero. Del hueco salen pedazos de metal plateado. La chapa está abierta en flor y nadie se atreve a mirar adentro.

“Rompen el cajón y la capa metálica que lo recubre. Es una chapa que se usa para que el cuerpo no pierda líquido y no contamine. Después de tanto tiempo, el cadáver tiene que estar disecado, pero igual no quiero ver”, dice Gastón, que no se llama así pero prefiere ocultar su nombre. Tiene una razón: trabaja como cuidador en el sector de bóvedas del cementerio de la Chacarita, el más grande de la Ciudad de Buenos Aires.

Es un lunes de enero al mediodía. Un lunes de verano atípico, porque la temperatura está por debajo de los 30 grados y el aire es fresco. “Cuando hace mucho calor, no necesitás acercarte a la bóveda para darte cuenta de que estuvieron abriendo y revisando cajones. El olor es tan fuerte que ni nosotros, que trabajamos acá, nos acostumbramos. Es un olor imposible”. Vestido con un ambo azul, muy parecido al que usan enfermeros o médicos, está parado en la entrada de la bóveda profanada. Gastón dice que no sabe qué buscan los ladrones de tumbas. Varios de sus compañeros creen que el objetivo es hacerse de un diente de oro, un anillo, un reloj o una joya con la que el muerto haya sido sepultado. Otros creen que es pura maldad. También, morbo.

Gastón, que no es Gastón, tiene a su cargo una sección. Son nueve manzanas llenas de bóvedas. En todo el cementerio hay 36 manzanas con estas construcciones de mármoles negros, blancos o grises; con cruces y ángeles; de estilo art noveau, gótico o racionalista. “Antes a la gente había que avisarle que le habían robado una placa o una reja de bronce. Pero ahora, al decir que abrieron el cajón de su familiar, nos culpan. Esto nos perjudica. Perdemos trabajo”.

“La mayoría está así. Veamos más”, propone Gastón y va de una bóveda a otra, a lo largo de pasillos estrechos. También cruza cuadras adoquinadas y corta camino por las diagonales de esta mini ciudad de los muertos. El cementerio abarca 95 hectáreas. Acá, el Parque Centenario entra ocho veces.

Sesenta años atrás, en los pasillos y las calles del cementerio, las familias se reunían y pasaban el día, entre rezos y limpieza de la bóveda. Hoy todo es solitario. No hay flores frescas, ni mensajes de afecto para los que murieron. Nada. El rastro de los vivos está en las huellas que dejaron los saqueadores: bóvedas con las puertas abiertas y los vitrales rotos. Adentro, cajones torcidos. Varios, expuestos, con las tapas tiradas en un rincón.

Del lado de afuera, en muchos casos es imposible identificar a quién pertenece el espacio. Los nombres de los muertos fueron arrancados. Lo mismo pasó con las placas que les colocaron familiares y amigos.

Las bóvedas de Chacarita crecen hacia abajo a través de subsuelos, donde están los restos de familias enteras. Ahí, también hay daños. Desde hace rato se roban las rejas de bronce que están en el piso y son levantadas cada vez que un féretro nuevo entra a la bóveda. Se hacía -todavía se hace- así: dos o más sepultureros se paran en la entrada, levantan la reja para generar un hueco en el suelo y con sogas bajan el cajón. Abajo, en la profundidad de la bóveda, otro recibe el ataúd y lo ubica. El resultado es una línea ordenada de féretros, uno arriba de otro.

Ahora esa hilera casi no se ve. La mayoría de los cajones subterráneos están desplazados. Alguien los movió y metió sus manos adentro. En el suelo hay vasos de plástico, como si hubiese habido una reunión.

“En mi sección en los últimos 10 meses ya hubo 30 profanaciones”, dice Ernesto y se queda pensando. “Y más también”, agrega. No se llama así pero, al igual que su compañero, pide que su nombre no se publique. Su manera de contar es cronológica: “Quince años atrás empezó con el bronce y el robo de las rejas. Después, siguieron las placas, candelabros y floreros. Ahora están con la profanación de tumbas”.

Fuente: Clarín

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